Miércoles y quizá haya que hacer algo. Nada importante, puesto que no
estarás. D me invita al ciclo de cine argentino; tal vez. W me habló de salir a
cenar; no creo. Hoy tampoco podré aventurar muchas cosas en la página. Este
dolor de garganta mezclado con unas ganas desesperadas de tu cuerpo no me deja
pensar en nada. Por eso, sólo te escribo a ti, estas cositas.
Es bueno que sepas que antes de que despiertes
mañana, te habré besado desde la punta de los dedos hasta el ombligo. Que en la
madrugada me emplearé a fondo en escarbar laboriosamente dentro de esos
pantaloncillos que no sé para qué usas en las noches; meteré las manos en
ellos, inclinaré el cuerpo hacia ti y con la lengua te iré dibujando unos arabescos
indescifrables en las orejas, sobre las sienes, bajo la nuca, hasta dejarte
convertido en un mándala de saliva. Tú durmiendo te moverás, ladearás un
poquito las caderas y se quedará suspendido tu ronquido, como una radio tocando
bachata a la que se le va la luz de repente.
Sin que entiendas todavía muy bien lo que está
ocurriendo, me subiré sobre ti con mi pijama negro y transparente de brujita y
tú, entreabriendo los ojos por primera vez, atinarás de puro instinto a
sostener mi cabello entre tus dos manos en la parte trasera de mi cabeza, para
que deje de picarte en la nariz. Entonces moveré la boca desde tu oreja hasta
tus ojos. Te haré despabilarte con la humedad de mi lengua en tus lagrimales,
tus párpados, tus mejillas y el nacimiento del labio superior, empujando hacia
adentro de tu boca hasta encontrarme por fin con tu lengua, ya despierta por
completo, tan avasallante y tan comparona como es ella, poniéndome bien difícil
explorar acuciosamente el cielo de tu boca, como quiero.
No me rendiré. Iré buscando que doblen las
campanitas en tu garganta, y me acomodaré mejor encima de ti, sentándome sobre
tu carne ya erguida hacia mi vientre. Y tú te moverás queriendo apagar la rabia
que te da despertarte en mis dominios. Pero todavía no. Primero tendrás que
morder el nacimiento de mis senos. Hacer girar la punta de la lengua alrededor
de mis pezones. Chuparme el cuello y beberte mi perfume dulzón que te marea.
Cuando mis humores corran por tu vientre tibio, me
bajaré despacito dejando un sendero de babosas sobre tu pelvis, hasta
encontrarte mas rabioso que nunca y dispuesto a asesinarme. Subiré un poquito
las caderas para intentar sentarme sobre tu daga y dejarla que me corte,
que llene los interregnos que existen entre cualquier cosa que se llame mi vida
y mi muerte. Tu daga luminosa. Tu daga cercenando mi vientre y sus semillas.
Tan dentro y tan adentro, que es aquí arriba, en la boca, donde voy a sentir su
sabor a pez mojado en miel, a leche con vainilla cortada de limón, a metal
afilado y salado en la puntita con mi sangre. Y voy a buscarte la lengua otra
vez mientras bajo y subo frenética y concreta sobre tu espíritu hecho carne,
tan mojada de ti y de mí, tan loca, tan desordenada, tan desacatada, tan
desenfrenada, que tendrás que dominarme apretando mis cabellos hasta el dolor,
dejando mi cara limpia como una luna en la que se reflejan tus ojos delirantes.
Pero yo querré más y gritaré tu nombre –Ay mi amor,
mi cielo, mi vida, amor mío-. Querrás morderme la barbilla
y silenciar mis grititos de nuevo con tu lengua. Pero ya se te habrá hecho
tarde, porque estarás demasiado adentro de mí y estaré demasiado llena de ti, y
estallaré contigo para siempre, para alcanzar la eternidad de un solo instante
en ese siempre, yo mar. Yo mar salvaje que mezcla entre sus olas el cauce de
los ríos de tu sangre.
Temblando, queriendo morirme porque… ¿ya para qué
vivir? ¿Para qué vivir después de esta vaina tan grande que acaba de pasarme?
¿Para quién vivir ahora que tu miembro se recoge tranquilito y me acaricia con
ternura, temeroso porque sabe que está saliendo del pozo caliente de lava y de
cinabrio? ¿Para qué vivir si estoy tan fatigada que necesito una cámara de
oxigeno? (“Oye, que tú y yo llegamos ya a la mitad de nuestro millaje”). Dime
tú, ¿para qué? Si estás tan destemplado que cuando acaricias mis nalgas
resbalosas con la punta de tus uñas no quieres ya nada que no sea añoñarte
entre los rizos tornasolados que hace un segundo casi arrancaste de mi cráneo.
Y cierras los ojitos haciendo un piquito con la boca, dispuesto a roncar de
nuevo.
Y parece que vas a dormirte otra vez pero no,
porque me sobran los besos para tu cuerpo deseado, y resuelta, limpiando con
mis labios el almíbar que empalaga aún la daga, quiero más. Quiero
chuparte hasta que despiertes de nuevo, y lo haces, volteándote más rabioso que
nunca porque otra vez he turbado tu descanso. Me coges entonces, tú
ahora de jinete, mirándome a los ojos desde arriba con miles de reproches
y reclamos. Y crees que no, que no podrás, que ya es demasiado. Pero la vida,
buscándose a ella misma está ganándote los huesos, los tendones y hasta el
alma. Y me clavas todavía más hondo para ver si por fin me estoy tranquila.
“Déjame matarte mujer del diablo, a ver si de una vez por todas encuentro el
botón por donde te apagas”. Y yo, sumisa, te respeto como se respeta al
asesino, humilde, casi servil, dispuesta al sacrificio. Dispuesta a no decir ni
“ji” en tanto me sigas matando. Dispuesta a seguir mirando inocentemente,
tontamente, cómo te sigues esforzando en darme una muerte certera; en
convertirme definitivamente en un charco en el que nos ahoguemos los dos, para
verme por primera vez en tu vida a mí, tu pitonisa, callada. Te mueves sobre mi
cuerpo como un criminal que se arrastra sigiloso hacia su victima. Y yo casi no
hago nada que no sea pellizcar débilmente la piel de tu espalda y de tus codos,
mientras me dejas una erupción encarnada y picante en las mejillas. Abusador.
Mil veces tendré algún día que decírtelo, pero no ahora. No ahora que estás
partiendo mi cuerpo en dos mitades. No ahora que estoy llegando de nuevo,
desesperada, como si te hubieras muerto tú y yo estuviera llorándote.
Llorando de tanto amor que me has dejado sembrado.
Llorando de esta indefensión en la que nos quedamos los dos, sin matrimonio,
sin hijos, sin nietos, sin colegas, sin amigos, sin casa, sin país, sin
planeta, sin galaxia, sin universo. Solos en esta cama donde hemos dejado de
ser esos otros nombres que desde hace un buen rato hemos olvidado. Solos sin
guerras, sin artilugios, sin dinero, sin edad, sin hambre, sin ansiedad, sin
esperanza, sin pasado, sin presente y sin futuro. Solos los dos en esta muerte
pequeña de la que emergemos únicamente preparados para el silencio. Para
mirarnos. Para que me perdones el infierno que te soy en esta madrugada, cuando
te beso en la frente sin arrepentirme de nada. Para que esconda mi cara
en tu cuello. Para que me abraces y te abrace y te diga que te amo y me digas
que me amas y otras de esas bobadas.
Entonces, para que podamos cada uno dormir, para que
pueda amanecer aquí donde estamos, nos quedamos otra vez muy quietos y nos
acurrucamos. Ya ha amanecido en la ciudad y empiezan a sentirse los ruidos de
la calle. La muchacha del servicio abre la puerta, entra el olor del café,
suena el golpe del periódico en la marquesina. Tu mujer y mi marido se nos
acercan con una esplendida sonrisa en sus dos caras, diciendo “buenos días mi
rey”, “buenos días mi reina”, “cómo amaneces hoy”, “¿y qué pasó anoche mi amor
que te estabas moviendo tanto?”.
© Martha Rivera-Garrido, 2011
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