miércoles, 9 de marzo de 2016

Miércoles y quizá haya que hacer algo...

Miércoles y quizá haya que hacer algo. Nada importante, puesto que no estarás. D me invita al ciclo de cine argentino; tal vez. W me habló de salir a cenar; no creo. Hoy tampoco podré aventurar muchas cosas en la página. Este dolor de garganta mezclado con unas ganas desesperadas de tu cuerpo no me deja pensar en nada. Por eso, sólo te escribo a ti, estas cositas.
 Es bueno que sepas que antes de que despiertes mañana, te habré besado desde la punta de los dedos hasta el ombligo. Que en la madrugada me emplearé a fondo en escarbar laboriosamente dentro de esos pantaloncillos que no sé para qué usas en las noches; meteré las manos en ellos, inclinaré el cuerpo hacia ti y con la lengua te iré dibujando unos arabescos indescifrables en las orejas, sobre las sienes, bajo la nuca, hasta dejarte convertido en un mándala de saliva. Tú durmiendo te moverás, ladearás un poquito las caderas y se quedará suspendido tu ronquido, como una radio tocando bachata a la que se le va la luz de repente.
 Sin que entiendas todavía muy bien lo que está ocurriendo, me subiré sobre ti con mi pijama negro y transparente de brujita y tú, entreabriendo los ojos por primera vez, atinarás de puro instinto a sostener mi cabello entre tus dos manos en la parte trasera de mi cabeza, para que deje de picarte en la nariz. Entonces moveré la boca desde tu oreja hasta tus ojos. Te haré despabilarte con la humedad de mi lengua en tus lagrimales, tus párpados, tus mejillas y el nacimiento del labio superior, empujando hacia adentro de tu boca hasta encontrarme por fin con tu lengua, ya despierta por completo, tan avasallante y tan comparona como es ella, poniéndome bien difícil explorar acuciosamente el cielo de tu boca, como quiero.
 No me rendiré. Iré buscando que doblen las campanitas en tu garganta, y me acomodaré mejor encima de ti, sentándome sobre tu carne ya erguida hacia mi vientre. Y tú te moverás queriendo apagar la rabia que te da despertarte en mis dominios. Pero todavía no. Primero tendrás que morder el nacimiento de mis senos. Hacer girar la punta de la lengua alrededor de mis pezones. Chuparme el cuello y beberte mi perfume dulzón que te marea.
 Cuando mis humores corran por tu vientre tibio, me bajaré despacito dejando un sendero de babosas sobre tu pelvis, hasta encontrarte mas rabioso que nunca y dispuesto a asesinarme. Subiré un poquito las caderas para intentar sentarme sobre tu daga y dejarla que me corte, que llene los interregnos que existen entre cualquier cosa que se llame mi vida y mi muerte. Tu daga luminosa. Tu daga cercenando mi vientre y sus semillas. Tan dentro y tan adentro, que es aquí arriba, en la boca, donde voy a sentir su sabor a pez mojado en miel, a leche con vainilla cortada de limón, a metal afilado y salado en la puntita con mi sangre. Y voy a buscarte la lengua otra vez mientras bajo y subo frenética y concreta sobre tu espíritu hecho carne, tan mojada de ti y de mí, tan loca, tan desordenada, tan desacatada, tan desenfrenada, que tendrás que dominarme apretando mis cabellos hasta el dolor, dejando mi cara limpia como una luna en la que se reflejan tus ojos delirantes.
Pero yo querré más y gritaré tu nombre –Ay mi amor, mi cielo, mi vida, amor mío-.  Querrás morderme la barbilla y silenciar mis grititos de nuevo con tu lengua. Pero ya se te habrá hecho tarde, porque estarás demasiado adentro de mí y estaré demasiado llena de ti, y estallaré contigo para siempre, para alcanzar la eternidad de un solo instante en ese siempre, yo mar. Yo mar salvaje que mezcla entre sus olas el cauce de los ríos de tu sangre.
 Temblando, queriendo morirme porque… ¿ya para qué vivir? ¿Para qué vivir después de esta vaina tan grande que acaba de pasarme? ¿Para quién vivir ahora que tu miembro se recoge tranquilito y me acaricia con ternura, temeroso porque sabe que está saliendo del pozo caliente de lava y de cinabrio? ¿Para qué vivir si estoy tan fatigada que necesito una cámara de oxigeno? (“Oye, que tú y yo llegamos ya a la mitad de nuestro millaje”). Dime tú, ¿para qué? Si estás tan destemplado que cuando acaricias mis nalgas resbalosas con la punta de tus uñas no quieres ya nada que no sea añoñarte entre los rizos tornasolados que hace un segundo casi arrancaste de mi cráneo. Y cierras los ojitos haciendo un piquito con la boca, dispuesto a roncar de nuevo.
 Y parece que vas a dormirte otra vez pero no, porque me sobran los besos para tu cuerpo deseado, y resuelta, limpiando con mis labios el almíbar que empalaga aún la daga, quiero más. Quiero chuparte hasta que despiertes de nuevo, y lo haces, volteándote más rabioso que nunca porque otra vez he turbado tu descanso.  Me coges entonces, tú ahora de jinete, mirándome a los ojos desde arriba con miles de reproches y reclamos. Y crees que no, que no podrás, que ya es demasiado. Pero la vida, buscándose a ella misma está ganándote los huesos, los tendones y hasta el alma. Y me clavas todavía más hondo para ver si por fin me estoy tranquila. “Déjame matarte mujer del diablo, a ver si de una vez por todas encuentro el botón por donde te apagas”. Y yo, sumisa, te respeto como se respeta al asesino, humilde, casi servil, dispuesta al sacrificio. Dispuesta a no decir ni “ji” en tanto me sigas matando. Dispuesta a seguir mirando inocentemente, tontamente, cómo te sigues esforzando en darme una muerte  certera; en convertirme definitivamente en un charco en el que nos ahoguemos los dos, para verme por primera vez en tu vida a mí, tu pitonisa, callada. Te mueves sobre mi cuerpo como un criminal que se arrastra sigiloso hacia su victima. Y yo casi no hago nada que no sea pellizcar débilmente la piel de tu espalda y de tus codos, mientras me dejas una erupción encarnada y picante en las mejillas. Abusador. Mil veces tendré algún día que decírtelo, pero no ahora. No ahora que estás partiendo mi cuerpo en dos mitades. No ahora que estoy llegando de nuevo, desesperada, como si te hubieras muerto tú y yo estuviera llorándote.
 Llorando de tanto amor que me has dejado sembrado. Llorando de esta indefensión en la que nos quedamos los dos, sin matrimonio, sin hijos, sin nietos, sin colegas, sin amigos, sin casa, sin país, sin planeta, sin galaxia, sin universo. Solos en esta cama donde hemos dejado de ser esos otros nombres que desde hace un buen rato hemos olvidado. Solos sin guerras, sin artilugios, sin dinero, sin edad, sin hambre, sin ansiedad, sin esperanza, sin pasado, sin presente y sin futuro. Solos los dos en esta muerte pequeña de la que emergemos únicamente preparados para el silencio. Para mirarnos. Para que me perdones el infierno que te soy en esta madrugada, cuando te beso en la frente sin arrepentirme de nada.  Para que esconda mi cara en tu cuello. Para que me abraces y te abrace y te diga que te amo y me digas que me amas y otras de esas bobadas. 
Entonces, para que podamos cada uno dormir, para que pueda amanecer aquí donde estamos, nos quedamos otra vez muy quietos y nos acurrucamos. Ya ha amanecido en la ciudad y empiezan a sentirse los ruidos de la calle. La muchacha del servicio abre la puerta, entra el olor del café, suena el golpe del periódico en la marquesina. Tu mujer y mi marido se nos acercan con una esplendida sonrisa en sus dos caras, diciendo “buenos días mi rey”, “buenos días mi reina”, “cómo amaneces hoy”, “¿y qué pasó anoche mi amor que te estabas moviendo tanto?”.

© Martha Rivera-Garrido, 2011

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